En estos días confusos y volátiles, que parece que estamos a las puertas del final de los tiempos y una tras o otra suenan por todas partes las trompetas de los ángeles del Apocalipsis, me da por echar la vista atrás para hacer un análisis precipitado y poco riguroso de algunos aspectos de mi vida, todo muy superficial pero intenso y paradójicamente tan fugaz que sólo se queda en un ejercicio de mera nostalgia que me lleva siempre irremisiblemente a la adolescencia y primera juventud.
Un proceso en que suelo quedarme con lo esencial y huyo de complejidades buscando el sentimiento y la pura emoción olvidada en el desván de la memoria, la magia inconfundible de todas las primeras veces para reconfortar el espíritu y recuperar mi natural optimismo en medio de tanto desatino. Como formo parte de los primeros compases de la generación de los "baby boomers" de este país, la que aprendió a amar el cine desde muy niño sin entender casi nada en aquellos televisores en blanco y negro de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, siempre vuelvo a aquellas películas que ya entonces eran antiguas y clásicas, repletas de decorados artificiosos y acartonados pero tan magníficos que rezumaban verdad, elegancia y se agarraban con ansia a nuestras primeras emociones gracias a sus guiones redondos y antológicos diálogos.
Como el código de calificación por rombos de contenidos televisivos de la única TVE oficial que se podía ver en el país, y que se continuó usando hasta las postrimerías de la dictadura, nos hurtaba a los chavales la posibilidad de ver algunas obras maestras del cine clásico con la connivencia educativa de nuestros padres, sólo nos quedaban las películas aptas para menores de 14 años entre las que siempre estaban, gracias a Dios, los maravillosos musicales de Hollywood de los años treinta, cuarenta y cincuenta.
La educación sentimental de nuestra generación, magistralmente plasmada a través de Carlitos y sus colegas en las primeras temporadas de la serie Cuéntame, modeló en nosotros una visión del mundo que se forjó a caballo entre una España rancia que moría con el último aliento del dictador y otra ilusionante y esperanzadora que nos lanzó en brazos de la Transición política a la democracia de aquellos primeros años, en especial entre 1975 y 1980. Los ochenta y los noventa ya fueron otra cosa y las generaciones siguientes, entremezcladas con la nuestra, lidiaron con otros desafíos y oportunidades que arrancaron para todos aquel veinte de noviembre de 1975 en que Arias Navarro anunció compungido que Franco había muerto; un día que recuerdo en toda su textura y emotividad como si fuera ahora mismo.
Desde el punto personal sería muy complejo explicar qué significó todo aquello en la persona que soy hoy en día, asomado como todos con asombro a un mundo actual casi de ciencia ficción, metidos de lleno en una pandemia global con el cambio climático desatado y amenazante, absorbidos por las redes y un mundo virtual compitiendo con el real, y con la perplejidad de comprobar que no aprendemos nada y la historia se repite una y otra vez al comprobar lo que está pasando en Afganistán estos días, por ejemplo, y tantas y tantas cosas.
No me voy a poner a ello, por supuesto, no es el lugar ni tengo ganas de sesudas reflexiones, pero aquí, en este blog, dedicado fundamentalmente a algo tan banal y fuera de lugar con la que está cayendo como el concurso de televisión de Gran Hermano, necesito plasmar y compartir la sensación de paz y maravilla, de emoción y ensoñación al recordar algunas de esas escenas, entre otras muchas, de los musicales que me encandilaron en su momento y hoy, quizás todavía más, consiguen recuperar mi ánimo y que siga contemplando la vida con una sonrisa. Algo que no tiene precio y que sólo me ocurrió después de tanto tiempo hace cuatro años con el musical “La la land, la ciudad de las estrellas”.
Cheek to cheek (mejilla contra mejilla), la escena del famoso baile de Fred Astaire y Ginger Rogers en la película "Sombrero de Copa" (1935) es el ejemplo perfecto de lo que digo; puede resultar melosa y almibarada, pero yo siempre la encuentro enérgica, glamurosa, elegante y sensual. Es magia pura, la magia intemporal del baile, tan necesaria en tiempos como éste. Al menos lo es para mí y supongo que también lo era para los contemporáneos de los años treinta, en este caso, que intentaban evadirse en las salas oscuras de los cines de la realidad cruel y difícil que vivían entonces y todavía más la que se avecinaba.
"Heaven, i'm in heaven" (Cielo, estoy en el cielo)
Forastero Marulo