La noche de fin de año es un cúmulo de sensaciones sobre un decorado de imágenes y fiesta: luces de neón y fuegos artificiales, petardos, matasuegras, litros de alcohol y mucho confeti...
Pero sobre todo es una larga madrugada que comienza a medianoche mientras me como las doce uvas con precisión de orfebre. Una a una por cada campanada que marca el reloj de la Puerta del Sol de Madrid como si de esa exactitud dependiese mi vida y toda la suerte de un año nuevo que me espera. Y también es, más que nunca, una copa de champán entrechocando otras copas con su tintineo chispeante de efervescencia engañosa. Un brindis con las personas que me rodean y acompañan esa noche en una conjunción unívoca de alegría y catarsis colectiva. Un sentimiento desatado, casi febril, que me emborracha de lúcida euforia, y aderezado, casi siempre, con unas gotas de punzante y densa melancolía que a veces lo empapa todo. Un relámpago de añoranza furtiva entre tanto alborozo por un tiempo que se fue y ya nunca volverá a ser. Con lo bueno y con lo malo.
Una suerte de conjuro compartido con quién amas o aprecias, incluyendo a los que faltan pero están presentes igual a pesar de la distancia, para traspasar arropado esa línea imaginaria y convencional que marca las doce horas de la noche de cada 31 de diciembre. Un desvarío colectivo con la pretensión de aterrizar anestesiados y risueños en los brazos inciertos de un nuevo año que nos aguarda engalanado con su ración inquietante de sorpresas e ilusión. Un ritual universal para despedir algo que se acaba mientras celebramos con ansiedad disfrazada de buenos deseos y tantas promesas, que muy pronto olvidaremos, el inicio de otros 365 días sin saber muy bien qué palo de la baraja nos encontraremos en la alforja personal que llevamos para el camino.
Y todo entre besos y abrazos. Esta noche es casi el único momento del año, salvo que te toque la lotería unos días antes, en que eres capaz de abrazar con efusividad a simples desconocidos, e incluso dar la mano sin rencor a aquellos que te odian o desprecian. Uno de los pocos días del año en que parece obligatorio sentirse bien, sonreír y divertirse a pesar de todo aunque lluevan chuzos de punta y vivamos entre ruinas.
Ya sé que muchas cosas pueden resultar artificiosas y demasiado convencionales en un día como hoy pero a mí no me importa. Me gustan los rituales con todas sus contradicciones y salvo caso de fuerza mayor procuro disfrutarlos con dedicación, o por lo menos no amargar el momento a los que me rodean. Por eso esta noche intentaré ser uno más, entre millones, de los que despediré con ganas y alegría un año como éste (sobre todo como éste) esperando que el próximo sea mucho mejor.
Por supuesto, el último día del año y con una edición más de Gran Hermano en la mochila, quiero transmitir mis mejores deseos a todos los que de alguna manera me habéis acompañado todo este tiempo en el blog. De forma especial a quienes habéis participado con vuestros comentarios y opiniones, pero también a todos aquellos que sólo nos visitaron y nos leen.
Para todos vosotros: ¡Chin, chin y feliz Año Nuevo!
PD: Hoy no diré nada de Gran Hermano, el motivo principal por el que existe este lugar y compartimos tantas cosas sobre este programa desde hace varios años. Tan sólo cumpliré lo prometido en la entrada anterior poniendo la segunda parte del del vídeo homenaje a GH 13.
Gran Hermano 13 en imágenes, segunda parte: una visión marula
Forastero Marulo
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