1.- Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada (Edmund Burke)

2.- Hay un límite a partir del cual la tolerancia deja de ser virtud (Edmund Burke)

lunes, 3 de febrero de 2014

FUGA DEL PARAÍSO

ADVERTENCIA PREVIA: En un futuro lejano cualquier parecido de esta historia con la realidad será mera coincidencia.

    Esperó un buen rato después de oír por segunda vez el aviso por megafonía y salió de su habitación recorriendo sin prisa el largo pasillo de la primera planta hasta llegar a las escaleras. Un poco antes, sentado en el borde de la cama, había repasado mentalmente una vez más todo su plan; abriendo uno tras otro los dedos de su puño izquierdo intentando fijar en su frágil y traicionera memoria las instrucciones precisas de lo que debía hacer en cada paso de una estrategia de fuga que él mismo había diseñado.  El día que comunicó sus intenciones a los demás, sus tres cómplices - Fenómeno, ReichelLuis Marcelo, el guardia jurado argentino de la residencia - lo bautizaron enseguida como "planeitor", en recuerdo de aquel artefacto que hacía ya muchísimos años, a principios de siglo, el mismo había construido para decidir las nominaciones en el confesionario durante aquella edición de Gran Hermano que ganó por goleada; cuando se convirtió en famoso.

  Su cuarto estaba al fondo a la izquierda del ala central, la más tranquila del edificio, y unas de las pocas que contaba con balcón. Todo un privilegio para aquel pequeño y cómodo cubículo que había convertido en su verdadero refugio, la última trinchera que protegía su intimidad con todo lo necesario para un viejo sin muchas pretensiones como él.  Estaba orientada al sur de lo que en su tiempo fue un magnífico jardín, que ahora languidecía descuidado y repleto de maleza por falta de mantenimiento desde hacía muchos meses.  

   Desde allí, al anochecer, podía observar la luz escasa y menguante que aún resplandecía bajo el humo constante de los incendios y la espesa niebla que envolvía la mugre de Madrid.  Una ciudad moribunda, decadente y olvidada como la gran mayoría de las urbes de este jodido planeta después de la misteriosa cadena de estallidos que asoló el mundo sumiéndolo en una crisis de tintes apocalípticos en el 2044, unos dos años antes.

    Cuando estaba a punto de bajar el primer escalón, retumbó de nuevo en los altavoces el acento imperativo e inconfundible de la estricta gobernanta del Paraíso de Guadalix. Un enorme complejo residencial de 120 habitaciones, la mayor parte ahora vacías, donde sobrevivían los seis últimos "ciudadanos en fase de desactivación" pendientes del traslado definitivo. Anuska era una imponente búlgara de cara ovalada y ojos tan grises y amenazadores como las aguas contaminadas y profundas del Mar Negro, a cuyas orillas había nacido. Su voz sibilina y desagradable arrastrando erres y jotas contra el velo del paladar se apoderó del ambiente, y como si le pinchasen las nalgas con una aguja por sorpresa, el anciano paró en seco y no pudo evitar un gesto de irritación mientras se encogía automáticamente de hombros. Su oído era prácticamente lo único que mantenía intacto y sin deterioro a sus ochenta y tantos años, y llevaba muy mal esas llamadas estentóreas que le recordaban al graznido de los cuervos y siempre le traían malos presagios; pero comprendía que los demás residentes, los últimos del Paraíso - macabro eufemismo - que todavía resistían con él, no se habrían enterado si la Chuska - así apodaban a la gobernanta -, esa condenada eslava semejante a una guardiana de un campo de concentración nazi, no ladrase sus órdenes a través de la megafonía al máximo de potencia.

- ¡Todos los residentes deben bajar inmediatamente al salón! - Repitió por tercera vez


- ¡Que paciencia Señor! - Escupió él contrariado tras sobreponerse una vez más a su llamamiento.


    Descendió a su ritmo, con cautela, adelantando siempre el pie derecho primero después de una breve pausa en cada escalón para tomar aliento mientras se agarraba con firmeza al pasamanos. Llevaba unas zapatillas raídas, andrajosas y se había enfundado su viejo pijama. Hacía un mes que lo había sacado del fondo del armario, donde lo tenía celosamente guardado y doblado en una bolsa de tela color crema; una de esas con cremallera que vienen con los bolsos de marca para protegerlos del polvo y mantenerlos a salvo de golpes y rayaduras. Hacía cuarenta años que no lo había tocado, como uno de esos fetiches que llevamos siempre con nosotros pero tenemos arrumbado en el rincón más apartado y sagrado de nuestra casa, en el "sancta santorum", esperando la ocasión propicia para sacarlo de nuevo a la luz.


    En su fuero interno tenía la convicción de que iba a necesitarlo alguna vez más en su vida, y sabía también que esa vez sería la más importante y además la última. Era consciente, a pesar de su mentalidad racional de urbanita capitalino, de que no se podía abusar demasiado de los amuletos sin acabar neurótico perdido o encerrado en un manicomio. Aunque su memoria le jugaba constantemente malas pasadas, rememoró perfectamente el día: fue un viernes, hacía aproximadamente un mes, cuando sin entender muy bien la razón supo que había llegado el momento de volver a ponérselo, para cumplir con el primer paso de un plan que sólo podía llevarles a la victoria o al absoluto desastre.


    Con sumo cuidado lo extrajo de su funda, lo desdobló encima de la cama y con la palma de su mano derecha alisó suavemente la tela como si acariciase con ternura infinita la espalda desnuda, arrugada pero delicada y frágil, de una anciana dormida. Un escalofrío recorrió su cuerpo ante el tacto de su prenda más amada, despertándose un cúmulo de emociones ocultas en su corazón frío y calculador: el sabor del triunfo y el placer de la gloria una noche de gala remota en el tiempo pero que se fraguó, cosas del destino, en un lugar muy cercano a donde ahora mismo estaba. Y se quedó embobado un buen rato observando su viejo pijama descolorido, que algún día fue azul, hasta que unas lágrimas furtivas empañaron sus ojos. La visión de su prenda predilecta lo había transportado por un momento a las emociones de un pasado del que no recordaba los detalles ni los hechos, sólo retazos y destellos de glorias y focos en un entorno rutilante donde él fue con absoluta seguridad el "puto amo". Ahora debería serlo de nuevo.


    Al llegar abajo se cruzó con el "Fenómeno" casi al pie de las escaleras, y tras el ritual cómplice y tan masculino de entrechocar sus puños cerrados que tanto les gustaba a los dos, le dijo que venía del gimnasio de hacer sus ejercicios físicos diarios para mantenerse en forma. Llevaba un buen rato pululando por la planta baja desde muy temprano. Al contrario de la vida noctámbula que llevó gran parte de su vida se había convertido ahora en el más madrugador de todos con diferencia.


- ¡El cuco ya no vuela! - Espetó con entusiasmo al anciano.


    Ésa era la contraseña acordada conforme al plan, y se le había ocurrido un día que les pusieron en el plasma grande del salón una antigua película de Jack Nicholson que le encantaba. La cosa iba de fugas de una residencia semejante a la suya, y comprendió enseguida el paralelismo siniestro, salvando las distancias, entre el argumento del filme con lo que ellos vivían allí, en el Paraíso de Guadalix. La película, un éxito de los años setenta del siglo pasado, se titulaba: "Alguien voló sobre el nido del cuco".

- ¡Bien Daynio, eres un máquina! ¿Todo listo supongo? - Le preguntó el anciano bajando la voz y asegurándose antes de que no había nadie escuchando cerca.

- Todo en orden Don José. Pero no se dice “Day” - protestó - Mi nombre empieza por “Di”, mire que se lo he repetido ya un montón de veces - Continuó el “Fenómeno” retorciendo el gesto pero con un tono conciliador que denotaba infinita paciencia. Admiraba tanto al personaje que tenía delante, un mito de la televisión, que nunca le tenía en cuenta esos pequeños despistes con su nombre, ni con otras cosas. Aún así era algo que le incomodaba.

- Disculpa hombre, es que siempre me equivoco con estos dichosos nombres brasileños que os ponen. Los años no perdonan querido amigo - Respondió mientras le pasaba el brazo amistosamente por los hombros aprovechando para apoyarse en él, y recuperar fuerzas para dirigirse juntos al salón donde esperaban los demás

- ¡Que no, Don José, que yo no soy brasileño!. ¡Soy cubano! - Protestó de nuevo sin demasiado convencimiento ante el nuevo error mientras estiraba uno a uno sus dedos de la mano izquierda haciéndolos crujir. 

- Bueno, como quieras Diron. Brasileño o Cubano. Daynio o Diron. ¡Qué más da una cosa que otra!. Tú eres ahora el Fenómeno para nosotros. El number one. Tú ya me entiendes. Y juntos con nuestra querida Reichel nos largamos hoy de este puto antro - Zanjó el anciano.

    El Fenómeno rezongó todavía unos segundos, iba a protestar pero dio por imposible que el Jefe - como denominaban todos a Don José - acertase alguna vez con su nombre. Pensó que su propia fama, sobre todo en aquella etapa de su vida que ejerció de actor porno codeándose incluso con el mítico Nacho Vidal, no le servía de nada. Sólo Reichel - siempre Doña Raquel para él - y la dulce Dobromira, la única enfermera de la residencia y chica para todo que cuidaba de ellos, lo llamaban correctamente por su nombre.

- Don José, puede que tenga razón, pero es que a usted a veces la noche le confunde - Gruñó masticando las palabras de esa forma tan peculiar, como si tuviese una patata dentro de la boca mientras hablaba exagerando su acento caribeño de forma intencionada.

- No me vaciles Fenómeno y vamos a lo importante. ¿Está el Cuco en la enfermería groggy y kaput tal como quedamos?.

- Totalmente Jefe, a ése no lo levanta ni Marujita Díaz. ¡Dios la tenga en la gloria!.

- Quién coño es esa MarujitaFenómeno. Su nombre me suena.

- Nadie, no se preocupe Jefe, alguien que conocí hace muchos años - Contestó quedándose un rato pensativo.

- ¡Vale!. ¿Está Luis Marcelo avisado y con el hidroterreno listo para largarnos?.

- Claro, Jefe, el guarda está preparado y Doña Raquel me ha asegurado que Dobromira no nos delatará. ¡Pena que no se venga también con nosotros!.

- ¡Enséñame la llave, quiero verla!.

- Don José, es usted un desconfiado - A regañadientes extrajo de un bolsillo del pantalón una llave de las antiguas y se la mostró con una sonrisa exultante.

- ¡Eres un crak Fenómeno!. El mejor lugarteniente que pueda tener un general en la batalla - Dijo mientras le daba un par de cachetes afectuosos en la mejilla.

  El Fenómeno totalmente satisfecho y agradecido con tal reconocimiento sacó pecho como un pavo real, levantó el puño izquierdo y exclamó enardecido: - ¡Por usted, Jefe, hasta el infinito y más allá!.  

     Poco a poco fueron entrando todos al salón, de uno en uno y la mayoría renqueantes, excepto Reichel que fue la primera en llegar y hacía rato que esperaba sentada en su silla, justo en el centro frente a la Chuska, con su pelo blanco y ralo muy recortado, la espalda recta contra el respaldo y las piernas cruzadas con la flexibilidad de una mujer con veinte años menos encima. Era la viva imagen de la dignidad y el saber estar. Ella, al ver llegar juntos al Jefe y al Fenómeno, los recibió con una dulce sonrisa que sobre todo éste correspondió con una leve inclinación de su cabeza y un guiño pícaro.  

    Don José la saludó simplemente con un breve "buenos días" que hizo extensible al resto de los presentes. Después de tantos años, y a pesar de haber pasado junto a ella dos concursos de televisión hacía una eternidad, en una casa a quinientos metros escasos de donde ahora estaban, sólo era capaz de reconocer esa sonrisa y esos ojos, sobre todo al atardecer, cuando ella tocaba su viejo violín para todos con tanta elegancia y maestría que hacía llorar al Fenómeno con sus acordes melancólicos y exquisitos. De todo lo demás, los hechos concretos de todo aquello, no se acordaba pero eso no era impedimento para que tuviese con ella una familiaridad tan natural, aunque distante, como si la conociese de toda la vida. Y eso le daba mucha confianza para incluirla en su plan. Sabía que no podía fallarle.

    Las seis sillas estaban dispuestas en semicírculo en el centro de la estancia, delante de una mesa de despacho gris a juego con una silla acolchada y giratoria que ocupaba siempre la Chusca para hacer la revisión periódica y decidir en vivo y en directo, a la vista de todos, quienes eran los tres elegidos - los residentes preferían el término "nominados" - para la "desactivación" semanal.  Aquél sería el penúltimo cargamento de "material humano para desactivar", y la semana siguiente se llevaría a los tres últimos para poder clausurar así, de una vez por todas, el centro de residentes de mayores improductivos el Paraíso de Guadalix. Por fin, a finales de mes, en todo el Distrito Centro de lo que quedaba de aquél país que no hace mucho fue España, remataría la fase final tan esperada del programa PERAS: Programa de Reagrupamiento de Ancianos Sobrantes.


   De pie, a su lado, Dobromira esperaba las órdenes de Anuska para administrar el cóctel de pastillas definitivo a los residentes y realizar las pruebas necesarias establecidas en el protocolo. Estaba muy seria y cruzó apenas una mirada huidiza con Reichel. Le tenía mucho cariño a la anciana porque lograron conectar desde el principio y las dos habían participado en el mismo concurso de televisión; bueno ella estuvo sólo a punto de entrar en una de las últimas ediciones, pero se sentía de alguna manera parte de todo aquello. Lo cierto es que llegó a estar como invitada en el plató de telecinco durante algunas galas, e incluso fue entrevistada en un par de ocasiones por Mercedes Milá, la presentadora de aquel mítico programa.

    También admiraba a Don José, por supuesto. Ella era búlgara, igual que la gobernanta, y un año después de emigrar a España con sus padres, siendo apenas una adolescente, se enganchó brutalmente de aquel concurso de televisión que se hacía en Guadalix, allí mismo, en el pueblo donde ahora trabajaba. Fue el año que él ganó, arrasando en los porcentajes, y ella votaba secretamente para salvarlo y por su triunfo llamando por teléfono a hurtadillas sin que se enterasen sus padres.

    Allí. En silencio. Cada una a un lado de la barrera invisible que las separaba e intentando disimular su estrecha relación de amistad ante la bruja de Anuska, las dos recordaron al unísono su conversación de la noche anterior, después de la cena, cuando la enfermera prometió a Reichel que no contaría nada de lo que se traían entre manos algunos de ellos, pero que ella no podía abandonar la residencia y acompañarlos en su plan por nada del mundo; necesitaba ese trabajo de mierda aunque casi no le pagasen, y lo poco que recibía fuese casi todo en especie: ropa, comida, combustible... Todavía le quedaban unos años para jubilarse y la Chuska le había prometido que contarían con ella para un nuevo programa de desactivación de delincuentes y mendigos que el gobierno en la sombra del Distrito Centro tenía programado desarrollar cuando el Paraíso de Guadalix quedase vacío de ancianos.


    Unos minutos antes de sumergirse en tales pensamientos había logrado sentar, no sin ciertas dificultades, a Almudena en su silla. Lo consiguió después de ajustarle el pañal descolocado y atarla con una correa al respaldo para que no se escurriese hasta el suelo. La vieja, con la mirada perdida, emitía de vez en cuando unos chillidos ininteligibles y lastimeros o se reía como una loca sin venir a cuento. Entre ella y Reichel se sentó Ramiro, un viejete rechoncho y tan calvo como un melón que sudaba de forma copiosa y se movía y levantaba visiblemente nervioso murmurando letanías incomprensibles.  A Don José, curiosamente, la situación le recordó de nuevo una escena de su película favorita, ésa en que los pacientes del psiquiátrico se sentaban en semicírculo, con el personaje que interpretaba Nicholson sentado en el centro del grupo, para recibir las sesiones de terapia con la enfermera jefe.

    El Fenómeno y él se sentaron en las dos sillas del otro extremo del semicírculo dejando el último asiento libre entre ellos y Reichel.  La Chusca seguía enfrascada en su "tecnochatel" sin parar de escribir los últimos datos de los residentes en sus informes. Cuando levantó la vista todos callaron, incluso Almudena, que de alguna manera, a pesar de su estado aparentemente vegetativo, recibió las vibraciones negativas del ambiente y cesaron sus risas y sus chillidos descontrolados. Al comprobar que había una silla vacía la gobernanta preguntó por Andrés, el viejo que faltaba. Dobromira le comunicó a su superiora que la noche anterior el Cuco durmió en la enfermería porque había sufrido un ataque de ansiedad y ella misma le suministró un sedante, pero que a esas horas debería estar ya presente con todos los demás, porque los efectos del medicamento eran mínimos, lo justo para conciliar el sueño y tranquilizarse.

    Anuska vociferó reclamando la presencia de Luís Marcelo, el maduro guarda jurado, para que fuese en busca de Andrés. Él cumplió de inmediato la orden y regresó enseguida con cara de circunstancias.

- Señora, el Cuco se niega a salir de la enfermería y me ha dicho el muy pelotudo que venga su puta madre, de usted, a buscarlo.

    Roja de ira, la Chusca se levantó como un resorte y ordenó al guarda jurado que la acompañase

- ¡Ese gilipollas se va enterar! Amenazó.

    El Fenómeno y Reichel, se levantaron también y se fueron detrás de ellos manteniendo una distancia prudencial. La Chuska entró como un ciclón en la enfermería y se dirigió a la cama donde estaba tumbado el Cuco. El anciano parecía no responder ni enterarse de nada. Ella, fuera de sí, lo agarró por la solapa y lo zarandeó como si fuese un muñeco gigante desarticulado.

- ¡No se haga el dormido imbécil!  ¡Levántese o lo pagará muy caro!

    Luis Marcelo, sigilosamente, se fue retirando hasta salir de la estancia, justo en el momento que el Fenómeno llegaba con la llave dispuesta en la mano. Cerraron despacio por fuera la puerta y giraron la llave dos veces. Dentro Anuska, obcecada y llena de rabia, no se percató de lo que estaba sucediendo a sus espaldas, y siguió un buen rato gritando y sacudiendo inútilmente al Cuco para que reaccionase. El plan había funcionado.

    Don José hizo prometer a Dobromira que simularía no encontrar la llave hasta dentro de dos o tres horas por lo menos. Ella lo juró por lo viejos tiempos de Gran Hermano, se despidió de cada uno de ellos con un par de besos y se fundió en un largo y cálido abrazo con Reichel.
- Cuida del Jefe querida - Le pidió con lágrimas en los ojos.
- Bueno, ya veremos - Contestó la anciana con una enigmática sonrisa y también emocionada.

    Mientras la enfermera se despedía del grupo en la escalinata exterior comenzaron a escucharse los gritos de la Chuska, consciente ya del engaño, maldiciendo y aporreando la puerta de la enfermería. Dentro, en el salón, sentados todavía en sus sillas y aparentemente ajenos a todo lo que estaba pasando, Almudena chillaba como una loca excitada al oír los gritos de la Chusca mientras que Ramiro bufaba y se revolvía como un toro acorralado a punto de recibir la estocada final.

    Luis Marcelo aceleró para rebasar la barrera compuesta de troncos, trastos viejos y neumáticos todavía humeantes que en aquella pequeña cuesta de la carretera de Colmenar les impedía el paso; lo hizo intentando rodear el obstáculo por la cuneta, momento que aprovecharon aquellos tipos, aproximadamente unos diez, que aparecieron de repente entre la maleza donde esperaban agazapados, con la intención de asaltarlos o algo mucho peor. Se les echaron encima al aminorar un momento la marcha y no pudo evitar los golpes desesperados y rabiosos con sus estacas y barras de hierro contra las ventanillas y la chapa del vehículo. El experimentado guarda jurado - había sido conductor años atrás de un furgón que repartía dinero por las sucursales de los bancos - logró librarse de ellos con dos hábiles volantazos que a punto estuvieron de hacer volcar el hidroterreno por un pequeño talud de la cuneta. Milagrosamente el coche enderezó su rumbo y salió lanzado hacia adelante regresando de nuevo al asfalto, y dejando poco a poco atrás a los atacantes. Desgraciadamente uno de ellos había logrado engancharse al vehículo, agarrado al portón del conductor y aupado en el escalón de bajada. Ágilmente, en plena aceleración, consiguió abrir la puerta del conductor y forcejeó con Luis Marcelo intentando alcanzar el volante para detener o desviar el vehículo.

    El individuo era joven y fuerte, y aullaba como un puñetero demonio. A codazos, y a patadas con la pierna izquierda, el guarda jurado intentaba librarse del atacante, pero el tipo seguía agarrado a él, como una alimaña a su presa, con el objetivo de detener el hidroterreno.  En el fragor de la pelea el vehículo daba bandazos de un lado a otro de la carretera reduciendo la velocidad.
   El Fenómeno, sentado al lado del conductor, al ver el riesgo, intentó controlar el volante desde su lado para que el vehículo no perdiese la dirección que llevaba; mientras tanto advertía con preocupación, por el espejo del retrovisor, como el resto de los salteadores corrían hacia ellos acercándose peligrosamente.
    Desesperado, Luis Marcelo sacó uno de sus dos pistolas reglamentarias, la que llevaba colocada en una funda fija debajo del volante, y disparó al tipo a bocajarro en el estómago sin pensárselo dos veces. El Fenómeno, con el susto, dio un volantazo a la derecha y con la inercia de ese giro tan brusco el guarda jurado salió despedido fuera de vehículo, enredado con el cuerpo inerme y ensangrentado del atacante.
    Reichel gimoteaba detrás llevándose las manos a la boca y el Fenómeno, después de dudar unos segundos, siguió la orden tajante de Don José que desde el asiento de atrás le gritaba: - ¡Arranca Daynio, por Dios arranca, que ya no podemos hacer nada por él!. - No dudó un segundo más, con increíble destreza para un tipo de su edad ocupó el lugar del conductor y aceleró a fondo hasta que dejaron atrás en la calzada una confusión de cuerpos furiosos encima de Luis Marcelo, su valiente compañero.

- ¡Chupavergas, hijos de la gran puta! - Se desahogó el Fenómeno preso de rabia y excitación después de comprobar por el retrovisor cómo se alejaban sanos y salvos de las garras del grupo de descerebrados que habían acabado con la vida de su amigo. En el asiento trasero, Don José abrazaba y consolaba a Reichel que sollozaba en silencio con la cara hundida en su pecho.  - !Qué cabrones, nos libramos por los pelos! - Sentenció el Jefe.

    Unos diez kilómetros más adelante decidieron desviarse y abandonar la carretera asfaltada al adivinar otra barricada amenazante esperando detrás de la siguiente curva; pretendían evitar a toda costa nuevas y desagradables sorpresas con otro grupo de criminales salvajes en busca de botín y carne fresca. Si ya con un guarda jurado orondo y "huevón" como Luis Marcelo la cosa era complicada en caso de enfrentamiento, tres ancianos achacosos como ellos no aguantarían ni medio asalto y en un abrir y cerrar de ojos acabarían con ellos si lograban bloquear el vehículo. Tomaron un camino de tierra estrecho y lleno de baches que se abría a la izquierda, con la maleza sobrepasando los márgenes y muchas zonas embarradas a lo largo del recorrido. Circularon despacio y a trompicones durante una hora larga hasta que el hidroterreno dejó de funcionar a la altura de un descampado. A partir de allí el terreno ascendía suavemente unos doscientos metros hasta una colina que les impedía ver el horizonte y averiguar dónde estaban exactamente.
    Colmenar Viejo había quedado muy atrás, eso seguro, y Don José calculó que deberían encontrarse en algún lugar más allá de Tres Cantos y muy cerca de la antigua sede del campus de lo que fue la Universidad Autónoma de Madrid, en Canto Blanco. El panorama era desolador, en los campos abandonados se vislumbraban chalets y casas de campo diseminadas por aquí y por allá, construcciones con desperfectos visibles y en algunos casos medio derruidas o calcinadas.
    Bajaron los tres del vehículo para estirar un rato las piernas y valorar la situación delicada en la que se encontraban.  Enseguida fue evidente, por lo que le costó salir del hidroterreno y los quejidos de dolor que apenas pudo disimular, que Don José se había hecho daño durante el ataque. No llevaba el cinturón de seguridad puesto y con los golpes parecía haberse roto algunas costillas y tenía un moratón preocupante en la pierna derecha. Ahora en frío, difícilmente se mantenía en pie y cada paso que daba le producía un sufrimiento insoportable. Ellos le reprocharon que no hubiese dicho nada teniendo en cuenta el camino infernal por el que habían venido. Si lo supiese desde el principio, el Fenómeno habría circulado más despacio evitando todo lo posible los traqueteos innecesarios del trayecto. Él no respondió y se recostó sobre el capó respirando con dificultad.

   Por la configuración del terreno y teniendo en cuenta lo que dejaban atrás sólo tenían un camino posible. En silencio, el Fenómeno abrió el maletero y se colgó a la espalda la mochila que había preparado el día anterior con todo lo necesario para la fuga. Le pasó a Reichel un bolsón con sus cosas y ella se lo puso de bandolera. Luego cruzó su mirada con el Jefe y sin decirse nada retiró la pequeña mochila que contenía las joyas y las diez pequeñas pilas de hidrógeno universales de marca Duracel que habían logrado reunir.  Toda una pequeña fortuna en el mercado negro. Era su tesoro y su pasaporte, tanto para sobrevivir en libertad como para conseguir los pasajes del  barco que salía una vez cada dos meses del puerto de Valencia rumbo al paraíso de verdad: Las islas afortunadas. Según habían averiguado, las Canarias era el único lugar del país sin programa de desactivación para la tercera edad y Don José tenía los datos del contacto, una dirección en el centro de Madrid, que les ayudaría a lograrlo.


   El Fenómeno se guardó las dos pistolas de Luis Marcelo que habían quedado tiradas dentro del vehículo y una caja repleta de munición que encontró en la guantera, mientras tanto Reichel se acercó a Planeitor, el Jefe, y si decir nada ni mirarle a la cara le ajustó la bufanda alrededor del cuello de la camisa del pijama y cubrió sus hombros con una chaqueta polar gris.  Con Don José apoyado en el hombro del Fenómeno iniciaron la marcha para ascender el pequeño tramo hasta lo alto de la loma. En medio de la ladera a Don José se le quedó atrás una zapatilla llena de barro y medio rasgada. Reichel, que los seguía algo rezagada a poca distancia, la recogió y se la devolvió con una sonrisa; un gesto que él agradeció con una leve inclinación de su cabeza.


    Al llegar a la cima, después una corta distancia en pendiente suave que cubrieron con mucho esfuerzo teniendo en cuenta el estado lamentable del Jefe, se encontraron con un espectáculo dantesco pero de una belleza apocalíptica y abrumadora. Sin decirse nada, los tres comprendieron que en el centro de la ciudad difícilmente habría una salvación posible. La imagen de Madrid en la lejanía, con los cuatro rascacielos de lo que fue su corazón financiero y las torres Kío inclinadas presidiendo el horizonte como antesala del caos y la incertidumbre, sobrecogió sus corazones. Durante un par de minutos permanecieron callados y sólo se escuchaba el sonido de sus respiraciones entrecortadas y todavía jadeantes. El silencio lo dominaba todo. Sólo una leve brisa agitaba las hojas resecas y agostadas de los arbustos cercanos.

    Mientras contemplaban boquiabiertos y absortos el panorama inquietante que se les presentaba, Reichel se enganchó del brazo de Planeitor, se apretó contra él, suspiró y le tiró levemente de la tela del pijama para captar su atención. Él se giró lentamente para mirarla a los ojos. La piel de su rostro arrugado estaba tan pálida que formaba un continuo con el blanco de su barba poblada.
- Pepe lo has conseguido de nuevo, hemos ganado, pero esta vez no hay premio ni maletín, sólo nos queda un futuro incierto.
    Sin contestar nada e incapaz ya de mantenerse en pie, se le doblaron las rodillas.  Apoyándose en ella, y aguantando pinchazos de dolor en su costado, consiguió sentarse en una roca de unos treinta centímetros de altura sobre el nivel del suelo.

- Raquel, cariño, debes tomar una decisión, aquí no podemos quedarnos. Te prometí que te protegería para siempre y el Jefe no puede acompañarnos - Como respuesta, ella se acercó al Fenómeno, tomó su rostro entre las manos y le dio un beso breve y muy tierno en los labios.


    Los dos se volvieron hacia el Jefe, que desde abajo sentado en la piedra, observaba la romántica escena inexpresivo y mudo.


- Don José, lo siento - prosiguió titubeante el Fenómeno bajando la vista e incapaz de sostener su mirada ausente de reproches pero cargada de tristeza infinita - Hasta aquí hemos llegado, usted sabe que no queda otra solución. Amo a Doña Raquel como jamás he amado a nadie, y eso que he tenido mujeres en mi vida: las más guapas, las más atractivas, las más famosas, las más cachondas, pero como ella.... a ninguna. Debo salvarla, o al menos intentarlo. No queda otra. Ese era el plan. El cuco debe volar y sí es necesario, o las cosas se tuercen, se quedará el solo en el nido.


   Cuando acabó su discurso fue consciente de que jamás en toda su vida había estado tan elocuente, ni tampoco tan seguro como ahora estaba de lo que quería y debía hacer. Ella no pudo aguantar hasta el final sus palabras y con un nudo en la garganta les dio la espalda a los dos para quedarse con la vista perdida en las torres de Madrid que coronaban el cielo a lo lejos.


- Dinio, amigo - esta vez Pepe sí que acertó con su nombre - No perdáis ni un minuto más que esos cabrones pueden aparecer en cualquier momento. Es una orden, que para eso soy el puto Jefe. Yo intentaré llegar en cuanto descanse un poco a esa casa que se ve detrás de aquellos árboles. Avisa a mí contacto en cuanto le encontréis en Madrid y decidle donde me encuentro. ¡Largaos!


   Los dos se miraron sabiendo que no habría rescate alguno para Don José, y que las posibilidades de que Dinio y Raquel consiguiesen llegar sin percances al centro de Madrid eran muy escasas, pero aún así el Fenómeno se agachó con alguna dificultad y abrazó, con cuidado de no hacer daño, al que había sido su mejor amigo y consejero todos estos años: Don José. El Jefe. El puto amo. Un ganador.

- Quédese con una de las pistolas cargada, Jefe. Por si acaso - En principio Don José rechazó la oferta de Dinio pero ante la insistencia de su amigo aceptó quedarse con ella, con la condición de que le dejase un par de balas nada más. Sólo quería que se fueran cuanto antes y que no perdiesen ni un segundo.

    Reichel, con la voz rota y apenas audible, se despidió de él con un simple: - ¡Hasta siempre Pepe! -  Ese tono de voz pausado y tranquilo le recordó una noche muy lejana en el tiempo. También, a pesar de las arrugas y el pelo blanco, esa mirada dulce e inquietante que conjugaba de forma perfecta admiración y reproche seguía siendo la misma después de tantos años.  ¡Es ella! - Recordó al fin - ¡Raquel!


    Agarrados de la mano, como dos enamorados adolescentes, descendieron juntos la ladera campo a través. La figura de la pareja se fue empequeñeciendo a medida que se alejaban fundiéndose entre la hierba seca crecida y los arbustos, bajo el marco impresionante de los rascacielos de Madrid.


    Pepe se quedó observándolos un buen rato mientras colocaba las tres balas en el cargador, una más que al final el Fenómeno le dejó en el bolsillo de la polar. Cuando apenas podía distinguirlos ya, escuchó unos gritos a sus espaldas, abajo en la vaguada, justo en el lugar donde se quedó el vehículo averiado.  No intentó esconderse, se giró ciento ochenta grados sin levantarse de la piedra y comprobó que dos salvajes estaban desvalijando lo poco que quedaba dentro del vehículo. Habían llegado montados en una motohidro tan silenciosa que no los oyó; seguramente eran la avanzadilla o unos simples exploradores del grupo que había puesto la segunda barricada que se encontraron en la carretera antes de desviarse.


   Enseguida uno de ellos descubrió su presencia en la cima y vociferando de júbilo echaron los dos a correr ladera arriba armados con estacas y lanzas de hierro. Don José respiró profundamente, agarró con firmeza la vieja pistola que tenía en su regazo y puso con suavidad el dedo en el gatillo. Recordó, esta vez sí, que él fue de los últimos que hizo el servicio militar obligatorio en España, hacía casi sesenta años. Como universitario consiguió hacer la mili de alférez de complemento y le habían enseñado a manejar la pistola: una star nueve milímetros parabellum. - ¡Joder esas cosas no se olvidan, como andar en bicicleta! - Pensó.


    Cuando los tipos estaban ya tan cerca, a unos veinticinco o treinta metros, que casi oía su respiración, le quito el seguro al arma, levantó lentamente la pistola, apuntó al centro de la cabeza del primero que asomó entre los arbustos y disparó. El salvaje se desplomó a escasos cinco metros como un saco pesado de patatas. El segundo que venía inmediatamente detrás le tiró una lanza que le atravesó la pantorrilla de la pierna sana. Con el dolor y el golpe, y sin dejar de apuntar, se escurrió hasta el suelo con la espalda apoyada en la piedra. Disparó por segunda vez a bulto, y el impacto atravesó el costado del segundo atacante perforando su pulmón derecho.  El individuo cayó de bruces prácticamente a sus pies. Seguía vivo y con la mano izquierda intentaba agarrar una de sus zapatillas. Le quedaba una última bala y apuntó lentamente a la cabeza de aquel salvaje moribundo que no paraba de gemir y manotear.  Estuvo así un minuto largo, hasta que depositó con cuidado la pistola sin disparar encima de la piedra en la que estuvo sentado.


    Agarró del suelo, a su lado, una piedra de granito tan grande que apenas le cabía en la mano. Aguantando el intenso dolor logró apartar la pierna con la lanza clavada lo suficiente para inclinarse hacia delante. Con rabia golpeó repetidamente la cabeza del salvaje, tantas veces que al final se convirtió en una pulpa sanguinolenta, una mezcla asquerosa de sesos, pelo y huesos.  Don José se arrastró de nuevo hacia atrás y volvió a recostarse en la piedra durante un buen rato. Estaba preso de una excitación tan brutal que incluso se había olvidado del dolor - Joder esto es lo que se siente al matar, he tenido que llegar al final de mi vida para saberlo - Pensó.  Con cuidado volvió a coger la pistola, la colocó de nuevo en su regazo y le puso el seguro después de acariciarla largamente y sentir su tacto frío y metálico.


   Dinio y Raquel habían cruzando ya el lecho seco de un riachuelo cuando escucharon, nítidos e inconfundibles, los dos disparos. Uno primero y muy poco después el siguiente. Sin parar de caminar volvieron la vista atrás a la vez un momento y luego se miraron consternados. - Vamos, no podemos parar - musitó el Fenómeno. Y apuraron el paso.  Veinte minutos más tarde se encontraban delante de una autopista vacía intentando decidir la mejor forma de llegar a la ciudad. Sólo tenían dos opciones: seguir por la autopista en dirección a Madrid o continuar campo a través como hasta ahora.


¡BANG! - Justo en ese momento les llegó el eco casi imperceptible y amortiguado de un tercer disparo igual que los anteriores.


- ¡Dios mío, se le acabaron las balas! - Se lamentó Reichel mientras agarraba con fuerza la mano de su amante.  Dinio se santiguó y miró hacia atrás como buscando algo concreto en la lejanía. - Sí, se le acabaron. Don José siempre pensó por nosotros dos. Ahora debemos volar solos.


   Hacia el norte, a poco más de un kilómetro de donde estaban, divisaron un vehículo que se acercaba en su dirección. En pocos segundos y sin decir palabra, se colaron por un hueco estrecho entre dos tramos del quitamiedos y se colocaron en medio de la autopista esperando su llegada. Con extraña tranquilidad se miraron a los ojos, ella le sonrió y él, pícaro como siempre, le guiñó el ojo por segunda vez en el día. A continuación los dos miraron al frente, justo cuando un hidroterreno rojo y achaparrado, a unos doscientos metros de distancia, inició una brusca y aparatosa frenada.  El Fenómeno metió la mano en un bolsillo de su cazadora y 
acarició con mimo su pistola cargada antes de empuñarla...

Forastero Marulo