1.- Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada (Edmund Burke)

2.- Hay un límite a partir del cual la tolerancia deja de ser virtud (Edmund Burke)

martes, 7 de enero de 2014

¡QUIÉN ME PONE LA PIERNA ENCIMA...!


     Octubre del año 2000, en algún lugar de Castilla...

    Cuando el forastero entra en el bar del pueblo nadie repara en él, apenas se detiene un momento para sopesar el ambiente y se dirige de inmediato a la barra con ese aire resuelto que procura aparentar desde que salió de la Casa. Una pantalla ficticia de cara al público que sigue adornando a veces, para regocijo de los fans que se encuentra por la calle, con algunas de sus frases más famosas: esos chascarrillos ingeniosos y ocurrentes que están ahora en boca de todos. Expresiones que el populacho, divertido y cachondo, utiliza y pronuncia por toda España, de norte a sur y de este a oeste, sin distinciones. 

    El forastero lleva barba de una semana y unas gafas de sol que reflejan el mundo a su alrededor como un espejo azulado e inquietante; los complementos necesarios para evitar que lo reconozcan siempre que sea capaz, claro, de estar callado. Algo que casi nunca consigue y siempre lo delata en cuanto abre la boca. Las gafas son llamativas y fuera de lugar para un local como ése; muy parecidas a las que llevaban puestas muchos de sus compañeros en la Casa mientras se controlaban los gestos y los movimientos unos a otros intentando pasar desapercibidos. Algunos decían, como excusa, que eran para protegerse de la luz artificial excesiva entre aquellas cuatro paredes. 
    Es media tarde y el bar está casi vacío. Detrás a su izquierda, en una mesa amplia, recia y rectangular, cuatro abueletes, de los de antes, discuten acaloradamente mientras juegan al dominó. El ruido y la tensión ambiental es fuerte y evidente: un cúmulo de voces altisonantes regadas con el aroma intenso del aguardiente que acompaña al café, una cortina espesa de humo de tabaco negro que lo envuelve todo y esos malos modos cuarteleros que siempre le traen al forastero la añoranza agridulce de sus tiempos en el ejército. Las fichas blancas y negras del dominó restallan sobre la mesa con una violencia inusitada, como latigazos secos y metálicos haciendo vibrar los vasos y tintinear las cucharillas dentro de las tazas. 
- ¡¡Cierro!! - grita uno de los paisanos cuando juega su última ficha tras soltar una blasfemia tan brutal que enrojecería a todo un prostíbulo lleno de fulanas experimentadas.

    Completa el cuadro otro pequeño grupo de viejos - los mirones - que rodean de pie a los jugadores mientras siguen con aparente interés la evolución de la partida. La mayoría asiste con rostro serio y dos de ellos se hablan entre susurros como haciendo insinuaciones o comentarios despectivos sobre la marcha del juego. Nadie se inmuta ni presta atención alguna al personaje estrafalario con gafas de sol oscuras que acaba de entrar en el local, ni siquiera cuando éste da un breve respingo, casi imperceptible, pero muy evidente, como si le hubiesen pegado un tiro por la espalda, ante el golpe seco y atronador de la última ficha de dominó sobre la mesa.
   
    Al final de la barra, con la mirada perdida, acodado y milagrosamente de pie se encuentra el borracho de turno que de vez en cuando suelta palabras y frases incongruentes, y al que nadie hace puñetero caso.   El forastero se sienta en el otro extremo siguiendo de reojo y con disimulo lo que ocurre en la mesa de la partida. Llama a la camarera, una mujer guapetona y afable de mediana edad, y le pide un café cortado.  Ella se lo queda mirando unos instantes y le pregunta si se conocen o si ya ha venido alguna otra vez por el bar. 
- No, no creo - contesta el forastero en voz muy baja procurando que sólo ella lo oiga -  Estoy de paso. No soy del pueblo.

    Ella no insiste, pero mientras prepara su café no deja de observarlo de soslayo y menea la cabeza a cada rato de forma interrogativa como si estuviese a punto de descubrir algo fundamental para su vida. En un momento determinado chasquea los dedos de la mano derecha como si estuviese marcando el inicio de una melodía que acaba de recordar en ese instante y exclama casi en susurros - ¡Sí claro. Es él! - Cuando le lleva el café y mientras se lo corta vertiendo la leche con pericia para que se forme espuma en la superficie, le regala al forastero la mejor de sus sonrisas. Esa tan ensayada que sabe irresistible y que desarma a todos los clientes, incluso a los más impresentables y broncas del local.

- Si deseas algo más, pídeme lo que quieras ¿De acuerdo? - El forastero no es consciente del cambio de actitud y la trasformación de la camarera y le responde con un lacónico: ¡Vale! - y se sumerge de nuevo en sus oscuros pensamientos pero pendiente de lo que pasa a su alrededor.

    La partida de dominó por parejas termina. Tras haber ganado, y mientras su acompañante calla, Tomás, el "Cernícalo", arremete contra uno de sus dos contrincantes perdedores. 
- Fulgencio eres un "pringao". Eres peor que el militar ese de Gran Hermano. El gilipollas que se enchochó con la rubia y que se ha quedado con el culo al aire.  ¡Hay que ser pánfilo!. Igual que tú, que te has tirado el moco toda la semana y ahí te quedas con el rabo entre las piernas. ¡Unos payasos!.

    Justo después de tomar el último sorbo de café, el forastero aprieta los dientes y enrojece cuando oye al paisano. No es la primera vez que le pasa algo así. Aunque también recibe alabanzas y palmaditas hipócritas e interesadas en la espalda, desde que salió a la calle ha tenido que aguantar comentarios e impertinencias parecidas; y seguramente ésta no será la última. Dos gotas de sudor frío se cuelan entre una patilla de las gafas y la sien derecha, menea la cabeza varias veces contrariado y resopla. Ningún cliente se fija en él pero se revuelve incómodo en su asiento valorando qué hacer: si largarse con viento fresco por donde vino evitando buscarse problemas en un bar de mierda de ninguna parte como ése o enfrentarse al puto viejo y decirle un par de cosillas por bocazas.  La camarera se percata de la situación, se acerca al forastero con agilidad, se estira un poco por encima de la barra y le toma la mano con ternura pero también con firmeza - No Jorge, no lo hagas, no merece la pena - Le dice.

    Fulgencio, el "Agonías", lleva perdiendo al dominó toda la tarde, lo mismo que perdió la mayoría de las partidas que ha jugado las últimas semanas. Lleva fatal lo de perder y no consigue concentrarse en el juego porque las cosas tampoco andan demasiado bien en casa últimamente. Aunque su compañero de partida ya se levantó y parece llevar la derrota con más resignación, él se queda sentado en su lugar, abatido y blanco como la cera, con los brazos y las palmas de la mano apoyadas boca abajo encima de la mesa como si le pesaran una tonelada cada una. Está callado, taciturno y apenas oye las burlas y pullas que el cabronazo del "Cernícalo" le dedica. O eso parece.

    Inesperadamente da un manotazo salvaje sobre la mesa. Las fichas de dominó saltan y repiquetean al caer en una cascada endiablada mezclándose con las tazas y los vasitos de aguardiente que también vuelan por los aires. Un vaso y una taza caen fuera de la mesa y se rompen en mil pedazos contra la plaqueta del suelo con un estruendo tremendo y extraño durante unos segundos que parecen eternos.  Se hace un silencio total en el bar. El forastero que estaba ya prácticamente de pie para dirigirse al paisano, se detiene y vuelve a sentarse con disimulo a la espera de acontecimientos. Siente la calidez del tacto de la camarera que todavía tiene agarrada su mano.

    El viejo se levanta de la mesa con parsimonia, ignora las miradas asombradas de toda la clientela del bar mientras observa con indiferencia la catástrofe de vajilla y fichas de dominó que el mismo ha provocado con su arrebato de ira. A continuación aprieta los puños y grita con tanta fuerza como si le fuera en ello la vida:

- ¡¡¡Joder, quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza!!!. ¿¡Quién!?

    Los paisanos, sus amigos y vecinos de toda la vida, se quedan mirándolo estupefactos como si se encontrasen a su amigo Fulgencio resucitado después de morir y convertido en un marciano con rabo y cuernos. Tomás, socarrón, de espaldas a él y dirigiéndose a los demás, se lleva el dedo índice a la sien y lo gira en un gesto inequívoco.  El forastero se queda petrificado en su taburete sin apartar la vista de las estanterías de la pared tras la barra repletas de viejas botellas de vino polvorientas y licores de todas la marcas, se sube el cuello de la blazer azul encogiéndose de hombros y cuando saca un momento las gafas para ajustárselas cruza su mirada con la de Susi, la camarera, que le hace un guiño cómplice mientras le indica la puerta de salida con un gesto suave de cabeza y enarcando las cejas. - Ya puedes irte tranquilo - le dice discretamente. 
   El forastero obedece y se dirige hacía la salida después de pagar el café y dar las gracias a la camarera. Cuando está a punto de traspasar el umbral oye como otro vaso se hace añicos contra el suelo del bar y a continuación el grito sobresaltado de Susi.  Se detiene un momento sin darse la vuelta con el pomo de la puerta medio abierta entre las manos.  Dentro del bar se hace de nuevo el silencio apagándose los murmullos y las medias palabras que comenzaban a crecer otra vez después de asistir al espectáculo de Fulgencio.  Todos se giran al unísono mirando hacia el fondo de la barra del bar.  Susi, con mirada de "alucine" total ante la nueva escena y sin saber como reaccionar, se encuentra paralizada con un paño en una mano y el vaso que estaba secando en ese momento en la otra, mirando en la misma dirección que los demás. Por vez primera, y después de muchos años, todos miran con verdadero interés a Jacinto, el pacífico e insignificante borracho del pueblo. Él, consciente de que todos lo están mirando con atención, grita con voz cavernosa, claramente etílica y titubeante:

- ¡No lloréis, no lloréis, que me voy a casar con ella! - Y a continuación rompe a llorar sin consuelo.

    Nadie dice nada, algunos bajan la vista y otros la apartan incómodos mirando hacia otro lado. Susi sigue desconcertada, como si la aparición del forastero y las dos escenas que acaba de vivir, una tras otra, formasen parte de una película o, peor aún, de un programa de televisión de cámara oculta mientras observa y escudriña nerviosa todos los rincones del bar preguntándose: - ¡Mierda! ¿Dónde están, dónde están las putas cámaras?.
 
   El resto de los clientes, incluso Fulgencio y Tomás, se miran con complicidad unos a otros. Todos recuerdan a la vez aquel verano del año sesenta y tres del siglo pasado, el año del escándalo, cuando su novia de toda la vida, unos días antes de la boda, se largó con el cantante de la orquesta Panorama. Ocurrió justo el día después de que la orquesta tocase por última vez en la verbena de las fiestas del pueblo. Ella desapareció para siempre con el tipo aquel y Jacinto después de aquello jamás volvió a estar sobrio.

   El forastero cierra con cuidado la puerta tras de sí, suspira profundamente y sale al exterior recibiendo una bofetada reconfortante del aire fresco de la tarde otoñal. Aprieta el mando a distancia del coche para abrir la puerta, se sienta al volante y saca despacio las gafas de sol dejándolas en la guantera. Ya no las necesita, y además en la dirección que va a tomar el sol bajo de la tarde quedará a su espalda. A continuación se pone el cinturón, arranca marcha atrás, gira a la izquierda y se incorpora poco a poco a la recta interminable de la carretera nacional. A la derecha queda la gasolinera donde llenó el depósito de combustible hace unos veinticinco minutos, antes de decidirse a tomar un café en el bar de al lado.

   A medida que acelera y el pueblo se pierde atrás en la distancia descubre con sorpresa, al ajustar el espejo retrovisor, una sonrisa leve de satisfacción, casi una mueca, congelada en sus labios. Cuando vuelve la vista al asfalto, la silueta del toro de Osborne se dibuja a lo lejos en la inmensa llanura castellana.  El horizonte entonces le parece infinito.


Forastero Marulo

P.D.: Esta entrada es, de alguna manera, un homenaje al gran Jorge Berrocal y a todos sus compañeros de GH 1. Gracias a ellos, y a aquéllos que les siguieron, estamos ahora aquí.